La arquitectura es la disciplina que crea los espacios en que tienen lugar nuestros actos y por ello se le ha llamado “la más social de las artes”, porque las filosofías detrás de los edificios condicionan nuestra vida y llegan a darnos identidad. Este pequeño libro trata precisamente sobre la historia de la arquitectura en México, pero intento leer en él la historia de México a través de su arquitectura. Es una exposición cronológica de los grandes edificios construidos en nuestro territorio desde la prehistoria hasta los años noventa, e incluye tanto las ideas que los inspiraron como algunas de las que aún nos inspiran hoy en día.
A pesar de ser un libro de arquitectura, en realidad no incluye ni un solo plano o diagrama, lo cual resulta curioso pero comprensible. Su método de exposición es primero contextualizar cada edificio en su ubicación geográfica-temporal y después mencionar las teorías detrás de su construcción o proporcionar datos de su artífice. Finalmente, describirlo partiendo de la expresividad de sus formas, es decir, desde sus cualidades plásticas tal como las percibe hoy en día. De Anda nos asegura también que todas las obras que aborda las visitó personalmente y que por lo tanto sus valoraciones las realiza sobre “obras vividas”. Yo a eso le llamo una excelente razón para viajar.
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Motivo art déco con influencia prehispánica en el actual Museo de Arte Popular, Ciudad de México. Arquitectos Vicente Mendiola y Guillermo Zárraga. |
La intención original del autor, nos dice, es llegar a un público lo más amplio posible, pero también desea que funcione como herramienta didáctica en el curso que imparte en la Universidad. Desde mi punto de vista, me pareció inteligente el que haya dividido la historia de la arquitectura conforme a los sistemas educativos y no conforme a las épocas políticas que todos conocemos. Así aparecen la arquitectura del México prehispánico, la de los frailes y gremios en el virreinato, la de la Academia del siglo XVIII y XIX, y la de las escuelas posrevolucionarias. Esto nos ayuda a comprender el peso de las instituciones en nuestra historia y lo que realmente significa pasar de la tradición a la modernidad.
No deja de sorprenderme la capacidad del lenguaje de los arquitectos para describir con exactitud tanto la forma objetiva de los edificios como las impresiones y sensaciones que nos transmiten. El texto consta de cerca de doscientas páginas en formato de bolsillo, incluye buenas imágenes, aunque no a colores, y tiene una calidad de papel también buena; cumple lo que promete.
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Casa funcionalista (1934) en la Ciudad de México. |
Para ser sincero tengo pocas quejas sobre el libro, quizá mi mayor dificultad haya sido la necesidad de consultar continuamente el diccionario para comprender palabras como mansarda, tracería, vano y demás delicadezas del lenguaje arquitectónico. Es un libro claramente escrito por un arquitecto para gente aficionada a la arquitectura. Con mi formación de historiador (aunque bastante ecléctico) me quedé con las ganas de ver un capítulo final donde el autor se explayara y dejara ver más lo que él destila de esta compleja historia.
Antes de comenzar a leerlo recuerdo que me surgió la pregunta acerca de cuál había sido la influencia mesoamericana en nuestro patrimonio urbano y cómo se ha manifestado. Cuando recorría las calles de mi ciudad siempre saltaban a mi vista tres estilos que me parecen aún hoy en día “lo más mexicano que hay”. Me refiero al art déco, al funcionalismo y al brutalismo. Me parecía que las líneas geometrizantes y los claroscuros típicos de la estética mesoamericana tenían una cierta afinidad con el art déco. De el mismo modo, veía en las casas funcionalistas la sencillez de las construcciones mesoamericanas con sus ángulos rectos, paredes de apariencia estucada y techos planos, cuadrados. Con el brutalismo era menos claro, sin embargo, algo de esa monumentalidad y dramatismo estaba en sus volúmenes, quizá en esa textura de los materiales con apariencia de ruina.
Así, al buscar a través de sus páginas tuve noticia de varios arquitectos que efectivamente han intentado reincorporar características de la arquitectura prehispánica o incluso aplicar conceptos de filosofía nahua en su trabajo. Nombres como los de Manuel Amábilis, Federico Mariscal, Alberto T. Arai y Agustín Hernández Navarro manifiestan la presencia de un deseo continuo, aunque definitivamente no generalizado, de utilizar la plástica de los antiguos pobladores como signo identitario de lo mexicano.
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Oficinas del INEGI en Aguascalientes, México (1986), Alejandro Caso Lombardo. |
Durante los debates que siguieron a la caída del gobierno porfirista en los albores del siglo XX, muchos arquitectos e intelectuales destacaron la importancia de la arquitectura novohispana en nuestro devenir. En determinado momento llegó a ser declarada la “arquitectura nacional” por la fusión de sensibilidades que representa de por sí. A pesar de todo y que la austeridad conventual también ha sido clave en la obra de arquitectos modernistas como Barragán, epítome de lo mexicano, el proyecto neocolonial perdió impulso demasiado pronto y algunos de sus promotores iniciales terminaron por dejar de construir en ese estilo.
Con el paso de los años más bien encontramos un patrón en la estética de nuestra modernidad que apunta hacia una sensibilidad heredada de nuestros antepasados más lejanos. Como dije antes, en diferentes épocas de nuestra historia hubo arquitectos que se preocuparon por esa herencia, pero también hubo una mayoría que rechazó fuertemente cualquier rasgo de historicismo. Es cierto, los tres estilos mencionados nacen en el extranjero y surgen de un puro afán de innovación y, por lo tanto, decir que la arquitectura moderna mexicana es una continuación de los barrios teotihuacanos es una exageración, pero definitivamente consciente o inconscientemente hay patrones que se repiten (¿siempre han estado ahí?).
Vuelvo al comienzo: la arquitectura es la más social de las artes y es en ella en donde se muestra más clara la relación del arte con la vida de los seres humanos. La arquitectura moldea nuestros hábitos, nuestra percepción y puede degradar o dignificar la condición de quienes habitamos esos espacios. Al observar las construcciones que se han hecho en nuestro país, se puede percibir los valores de nuestra sociedad y también cómo han cambiado o se han intentado cambiar. Pese a dichos intentos, existen permanencias y resistencias a la violencia de las modas y a ese empobrecimiento mecánico que nos quiere forzar a adoptar toda novedad.
En nombre de la pureza de formas se ha llegado a la pobreza de formas, y en nombre de la funcionalidad racional, se ha llegado a la insensible maximización del lucro, pero siempre es la sedimentación de la historia en las obras y la manera en la que participamos de ellas lo que les da su verdadero valor y las conserva. El historicismo arquitectónico puede que sea una mentira, pues no se puede regresar el tiempo, pero el modernismo compulsivo es soberbia. Afortunadamente, más temprano que tarde, los años ponen cada cosa en su lugar.