lunes, 28 de marzo de 2022

LA CONDICIÓN POSMODERNA de Jean-François Lyotard


En estos momentos marcados por la infección vírica más mediática de la historia vale la pena reflexionar acerca de la total actualidad que mantiene “la condición posmoderna” de Lyotard. La obra  influyó mucho durante la segunda mitad del siglo XX y nos entrega, a mi parecer, la definición más útil de aquello que llamamos “posmodernidad”. Lyotard evalúa allí el impacto que han tenido los últimos avances tecnológicos y científicos en la vida social. Sin embargo, el acento lo pone sobre la misma producción del conocimiento y en la organización de las universidades.

El aspecto inicial que saca a relucir es la manera en la cual las bases de datos y el almacenamiento masivo de información trastoca la condición de los profesores y los “sabios”, savants. Será ahora el acceso al conocimiento lo único que defina la posición en la sociedad de los individuos, pues se ha fragmentado la idea de “formación”, bildung. El individuo de la sociedad postindustrial ya no obtendrá un supuesto carácter de integrado de las experiencias y sensibilidades que le daban sus profesores y compañeros, ni siquiera los necesita. En realidad él ahora solo requiere de estar cualificado para llevar a cabo cierta tarea puntual cuando se encuentre en posición de decidir y dicha cualificación siempre la puede obtener a través de la educación computarizada, o al menos eso se nos asegura. Lyotard incluso proclama la agonía de la era del Profesor: “éste no es más competente que las redes de memorias para transmitir el saber establecido, y no es más competente que los equipos interdisciplinarios par imaginar nuevas jugadas o nuevos juegos.” Se refiere al pensamiento creativo y a nuevos “juegos del lenguaje”. Las dos tareas más importantes que fundamentan la educación en aulas no pueden competir contra las nuevas técnicas. (Por cierto, es con este tema con el que cierra otro libro incluido en las entradas de este blog: El intelectual mexicano, una especie en extinción.)

Instalación de la artista plástica Rabarama en la Sorbona de París

Tal es solamente el primer desafío de la educación superior en el mundo actual ya que la justificación misma por la cual se hacen las investigaciones y el desarrollo de las tecnologías también ha dejado de ser clara. Lo que Lyotard llama “la crisis de los metarrelatos” o de los “grandes relatos” introduce una incertidumbre molesta para el quehacer de la ciencia que se extiende incluso hasta el gobierno y la promulgación de leyes. ¿Cómo se llegó a este punto? La crisis surge de una toma de conciencia respecto a la pluralidad de los “juegos del lenguaje” que conforman las interacciones humanas. Este es el grado mínimo de cultura.

El concepto de “juego del lenguaje” lo obtiene de Wittgenstein. Así llama el vienés al contexto práctico dentro del cual nuestras palabras y discursos tienen sentido. Según su argumentación la comprensión siempre es relativa y va ligada a un telos pragmático, que es el fin al cual una comunidad de práctica determinada está orientada. Dicho de otro modo: el lenguaje nunca es meras palabras unidas a significados determinados, sino que el lenguaje toma significados distintos dependiendo del objetivo que un grupo de personas pretende alcanzar en su particular situación. Si recibes una nota que dice “3 manzanas rojas” tu respuesta será diferente dependiendo de si la nota te la dio el nutriólogo o si la recibiste de un cliente mientras atendías la caja registradora de una verdulería. En el primer caso es probable que te comas tres frutos dulces y redondos para el desayuno, mientras que en el otro anotarás un precio y lo sumarás a la cuenta. La acción consecuente y tu interpretación de la frase depende de ese contexto práctico, de ese “juego de lenguaje” que aprendes desempeñando una tarea y no leyendo nada más un diccionario. Esos juegos de lenguaje poseen ciertas reglas y es acerca de esas reglas que gira el trabajo de nuestro autor.

La identificación de la ciencia como solo uno de los muchos que existen resulta problemática en el momento en que se intenta aplicar el rigor de ese mismo juego científico para legitimar su práctica en la sociedad. La tarea es irrealizable, el trabajo científico únicamente se puede legitimar a través del recurso a otros juegos, es decir, a otras formas de lenguaje: los relatos, las epopeyas de la ciencia. Es a los grandes relatos que se emplean para legitimar el quehacer científico y que con anterioridad habían permanecido incuestionados u ocultos a los que Lyotard llama “metarrelatos”. Ellos están sobreimpuestos a las proposiciones obtenidas a través de las reglas del juego científico y por desgracia poseen el mismo defecto que la ciencia deplora en todo saber no científico: la ausencia de pruebas.

Vale la pena mencionar en breve cuales son los metarrelatos de la modernidad que han quedado deslegitimados. El primero es el relato de la emancipación, el segundo el de una “historia” universal del Espíritu. El primero sugiere que el lenguaje formal científico, la razón, es capaz de llevar a los hombres a un grado mayor de libertad al soltarlos de las ataduras arbitrarias de los saberes tradicionales o narrativos; es a través del saber científico y la educación en la ciencia que el hombre puede llevar a cabo verdaderamente aquello que se propone y tomar decisiones bien informadas. El segundo es el relato del Espíritu, que a través de sus ardides da sentido y dirección a las actividades humanas; la ciencia se hace al parecer por la ciencia misma y ello nos lleva a un estadio superior, pero son los filósofos quienes construyen a partir de la especulación ese metasujeto ordenador al que todos los saberes quedan subordinados.

Como dijimos, la deslegitimación tiene lugar en el momento en que se toma conciencia de la pluralidad de los juegos de lenguaje. La emancipación queda desacreditada al descubrirse la manera en que a pesar de que las tecnologías nos hacen más capaces de realizar nuestros objetivos no nos indican cuáles son los objetivos que debemos realizar. Las decisiones se toman ultimadamente ponderando saberes narrativos que no tienen nada que ver con las reglas de la ciencia, son juegos diferentes. Así mismo, el dispositivo especulativo falla cuando las diferentes ramas de la ciencia hacen uso de juegos de lenguaje específicos y se multiplican las áreas de estudio, incluso se traslapan. No hay manera de coordinar todos esos lenguajes, cada uno con sus reglas, dentro de un “metalenguaje” científico superior que los abarque, reconcilie y los eleve a rango de verdadero saber. En palabras de Lyotard: “Nadie habla todas esas lenguas, carecen de metalenguaje universal, el proyecto del sistema sujeto es un fracaso, el de la emancipación no tiene nada que ver con la ciencia.” ¿Entonces quién decide lo que es saber? ¿quién sabe lo que conviene decidir?

La salida que han tomado las élites de un tiempo a la fecha ha sido aquella de la legitimación por la performatividad. Esta salida evita tomar uno de los metarrelatos antes mencionados y lo que pretende hacer es funcionar sin relato alguno. Lo que se busca con las investigaciones científicas y con las implementaciones tecnológicas es que conduzcan a un incremento en la performatividad: hacer que el dinero y los recursos empleados en las investigaciones lleven en determinado momento a una multiplicación posterior de los recursos y a una mayor eficiencia en tiempo para llevar a cabo cualquier tarea. De manera análoga, las decisiones políticas que se toman son, sin ir más lejos, aquellas que permiten al poder actual seguirse manteniendo. Los sistemas jurídicos y penales son tomados como más justos entre mayor es la posibilidad de mantenerlos y ejecutarlos. 

Hay que profundizar un poco más al respecto. La parte esencial del recurso a la performatividad como dispositivo de justificación es lo que denomina “control del contexto” y es un fenómeno perteneciente a la praxis de la ciencia. El juego de la ciencia posee entre sus reglas la necesidad de aportar pruebas para sustentar sus proposiciones. Para lograr obtener esas pruebas se recurre a controlar el contexto bajo el que se desempeñan los experimentos, modificar variables, modificar incluso reglas del juego. Lo mismo ocurre en el ámbito jurídico. No se necesita poseer un sistema judicial justificado o justo, lo necesario es tener uno que aporte las pruebas suficientes (de que reduce los índices delictivos, o que las tiene para ejecutar de manera expedita sentencias, etc.). Es el imperativo input/output bajo el que todo desarrollo tecnológico funciona aplicado a la sociedad. Nos dice también Lyotard: “el sistema se presenta como la máquina vanguardista que arrastra a la humanidad detrás de ella, deshumanizándola para rehumanizarla a un distinto nivel de capacidad normativa.” La justificación narrativa adecuada quizá surja de manera espontánea con posterioridad, o quizá se encuentren disponibles diferentes narrativas a elegir, pero el punto último a perseguirse es la performatividad del sistema y la estabilidad del poder.

Esa es la última salida de la Modernidad y a pesar de ello Lyotard nos demuestra como incluso esa salida ha quedado deslegitimada ya por los mismos argumentos. “Es una idea que procede de la termodinámica. Está asociada a la representación de una evolución previsible de las actuaciones del sistema, a condición de que se conozcan todas sus variables”. “Esto es sostenido por el principio de que los sistemas físicos, incluido el sistema de sistemas que es el universo, obedecen a la regularidad y, por consiguiente, su evolución traza una trayectoria previsible y da lugar a funciones continuas “normales” (y a la futurología)”. Este principio ha quedado limitado de dos maneras distintas debido a los actuales conocimientos que se tienen de la mecánica cuántica y de la física atómica. Primero, se ha demostrado la imposibilidad de realizar la medición completa (de todas las variables independientes) de un estado dado del sistema, pues para ser efectiva exigiría un consumo de energía al menos equivalente a la que consume el sistema que hay que definir; para ejemplificar tenemos el relato de Jorge Luis Borges “Del rigor en la ciencia” donde se narra el caso fantástico de un emperador que intenta neciamente hacer un mapa tan detallado del imperio que termina por llevarlo a la ruina. Segundo, la búsqueda de la precisión no escapa a un límite solo debido a su coste, sino a la naturaleza de la materia; por ejemplo, el conocimiento referente a la densidad del aire al irse disminuyendo la escala de medición (y aumentando la precisión) desemboca en una multiplicidad de enunciados que son incomparables absolutamente y que no se vuelven compatibles más que si son relativizados con respecto a la escala elegida por el enunciador. El comportamiento de la materia a niveles atómicos y subatómicos nos permite realizar afirmaciones en último caso moduladas del tipo “es plausible que la densidad sea igual a cero, pero sin excluir que sea del orden de 10ⁿ, siendo n muy elevado”. En conclusión, la eficiencia del sistema es una presunción y es imposible hacer que continúe incrementándose indefinidamente. No existen más que islas de determinismo donde la manipulación de las variables desencadena resultados previsibles. Esa es la teoría de las catástrofes, que desde luego es aplicable para ese dificultoso objeto de estudio que es la sociedad.

A pesar de que la justificación por la performatividad usualmente se ha considerado una alternativa posmoderna, Lyotard introduce otra a la que tilda de ser la única que en verdad puede llevar ese epíteto: la legitimación por la paralogía. Su punto de partida es la importancia de las inestabilidades y de la centralidad (valga la ironía) que en realidad tienen no solo las nuevas jugadas sino la proliferación de nuevas reglas para los juegos del lenguaje. La ciencia ha demostrado la invalidez del paradigma de la eficiencia tanto en el ámbito social como en el físico, sin embargo. el juego científico sigue funcionando bajo nuevos paradigmas. En ningún momento ahonda acerca de si el progreso del conocimiento científico es acumulativo o padece de discontinuidades catastróficas, pero menciona que es la búsqueda de los puntos en los cuales la indeterminación domina donde yace el verdadero objetivo de la ciencia. La ciencia sirve para señalar lo que se desconoce y para generar nuevas ideas que desestabilicen los consensos. A diferencia de las sociedades y los poderes comunes, la ciencia no funciona si existe el terror (“debes hacer como yo digo, si no…”) o al menos no la ciencia como disciplina separada de las instituciones. Es por ello que, en un esfuerzo que me parece muy interesante, en lugar de diagnosticar la herida de muerte que uno pensaría tiene la Ilustración y la inevitabilidad del conocimiento narrativo para la organización de la sociedad, propone una especie de metailustración, una segunda ilustración a un nivel superior que responda esta vez a la práctica efectiva de la ciencia y con ella intentar modelar una vez más a la sociedad.

El de paralogía es un concepto similar al de innovación, con la diferencia de que la innovación es nuevas jugadas dirigidas hacia la performatividad de un sistema, mientras que la paralogía es nuevas jugadas sin un objetivo más allá de promover la creación de aún más jugadas nuevas o ideas. Es por ello que el consenso es ahora sospechoso. ya que trabaja a favor del “metadiscurso” y resulta opresor a la libre creación de nuevas jugadas. En todo caso éste deberá ser local, es decir, obtenido de los jugadores efectivos y sujeto a una eventual recisión, circunscrito a un espacio-tiempo. Citando a Lyotard: “Esta orientación corresponde a la evolución de las interacciones sociales, donde el contrato temporal suplanta de hecho la institución permanente en cuestiones profesionales, afectivas, sexuales, culturales, familiares, internacionales, lo mismo que en los asuntos políticos.” Para concluir con el tema de la legitimación por paralogía mencionare un asunto que llamó mi atención. Lyotard en determinado punto dice que a los científicos que proponen nuevas jugadas que “desestabilizan demasiado” se les puede llegar a negar el consenso mínimo, que es lo mismo que proscribirlos, y que esa es una forma de terror en la que caen las instituciones de investigación. ¿Si el consenso no es el objetivo, e incluso es algo nocivo que debe de subvertirse por el mero gusto de hacerlo, cómo es que hay tal cosa como un consenso mínimo que resulta tan importante para que todo pueda funcionar?

Es valioso leer hoy en día La condición posmoderna porque a pesar de que su primera edición data de 1979, de que Margaret Thatcher ya había pronunciado en 1987 su famosa frase “La sociedad no existe”, y de que ya se habían puesto en práctica la mayoría de sus bien conocidas medidas neoliberales, es justo ahora cuando parece estamos sumergiéndonos por completo en la realidad posmoderna que menciona el autor. Incluso de pronto creo que ha sido empleado como manual para llevar a cabo la mayoría de las jugadas políticas en la arena internacional. Esta obra ya vaticinaba el enfrentamiento entre las compañías transnacionales de comunicaciones y los estados nacionales; casi podemos leer ahí que en algún momento Twitter habría de banear al presidente Donald Trump por violar sus términos de uso. Igual pareciera que se vislumbró ese momento en el que se debatiría acaloradamente entre los académicos la necesidad de volver a clases presenciales vs. las bendiciones de las plataformas como Zoom; o ese punto en el que recurrir a Wikipedia desde tu móvil durante una discusión de sobremesa iba a ser común. Es el orden neoliberal nacido de la justificación por la performatividad el que ha dominado a Europa occidental y la esfera de influencia de los EEUU desde al menos 40 años, y es ese orden el que ahora se encuentra demostrando como pretende imponer narrativas sobre los hechos históricos de la corta, media y larga duración. La sociedad no existe porque el grado mínimo de cultura, que son las interacciones lingüísticas diarias, siempre rompen todos los esquemas e instituciones en su práctica. Al no existir la cultura tampoco existe la colonización (para retomar un viejo tema), en todo caso la colonización era la imposición de los metarrelatos mal apuntalados por la ciencia y después, por la simple performatividad. La condición postmoderna es entonces el triunfo de la indeterminación sobre los sistemas, el triunfo de la catástrofe que hace volar en pedazos toda justificación que no sea temporal y local. El pequeño relato triunfa, eso es el conocimiento narrativo, la tradición. Las identidades locales espontáneas destruyeron el sueño de la aldea global ¿o en realidad se destruyó a sí misma al llevar al límite la performatividad que le daban las tecnologías? Me queda la sensación de que la justicia por paralogía amenaza con volverse una justicia por linchamiento.

En fin, La condición postmoderna, informe sobre el saber, es un libro que cuenta con pocas páginas pero que contiene mucha información interesante y que exige del lector cultura general. No hizo fácil su lectura lo que yo achaco a problemas de edición y traducción. Esta clase de libro no se le recomienda a la gente, pero sería bueno que se le diera a leer a todo alumno de educación superior. Léanlo y coméntenlo con sus compañeros.

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